4 de noviembre de 2014

De Bolivia a Ayotzinapa: Regrésenlos

Boris Miranda
La Escuela Normal Rural de Ayotzinapa fue fundada en 1926 con el objetivo de llevar la educación a las poblaciones casi olvidadas de México, con una perspectiva emancipadora, productiva e indígena. Cinco años después, la Normal de Warisata, “la escuela ayllu”, se creó en el altiplano boliviano con orientación emancipadora, productiva e indígena.

Ambas experiencias se encontraron por primera vez en 1940, en el Primer Congreso Indigenista Interamericano. Warisata, que ya se había ganado algo de reconocimiento de la comunidad internacional, fue elegida como la primera sede de aquel encuentro, sin embargo conflictos a último momento provocaron que el evento se realizara en Michoacán, México. El organizador de la cumbre fue el fundador de la Normal de Ayotzinapa, Moisés Sáenz. Allí se presentó y ovacionó una ponencia que resumía los principios ideológicos y educativos de la “escuela ayllu” del altiplano.

Aquella vez, Lázaro Cárdenas agradeció “muy especialmente” a Bolivia por permitir la realización del Congreso en su país. La triste verdad, sin embargo, es que en La Paz ya había comenzado el boicot a la educación indígena.

De la Normal de Ayotzinapa salieron guerrilleros, maestros comunistas, dirigentes campesinos marxistas y no pocos luchadores sociales durante el siglo XX. En la “escuela ayllu” de Warisata se organizó una de las columnas de resistencia de importancia fundamental para la debacle del neoliberalismo boliviano en el nuevo siglo. Ambas saben de masacres y desapariciones. Ambas saben de ataques desde sus propios estados y gobiernos. Ambas fueron y son cuna de guerreros.

  
Casi 75 años después de Michoacán, un nuevo puente de lucha y resistencia surge entre estas golpeadas experiencias de educación para la liberación. La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa por parte del Estado mexicano conmueve y convoca a sus pares de Warisata y, como en aquel encuentro de 1940, los unifica y encuentra como parte de un mismo proyecto que no deja de insistir con ese viejo sueño de emancipación y descolonización.

“Con vida los llevaron, con vida los queremos”, se grita en La Paz, al igual que en Buenos Aires o en el Distrito Federal. A no confundirse. Suena como una de nuestras históricas consignas reclamando justicia para los desaparecidos durante las dictaduras militares, pero no. El reclamo esta vez es por los 43 de Guerrero. La herida de Ayotzinapa lastima a toda Latinoamérica. Nos muestra de la manera más violenta que el pasado no está tan lejos como creíamos. Que la noche sigue ahí, a la espera de una nueva oportunidad.

 Ahora, como antes, no podemos perder de vista que fue el Estado. Fue un crimen de Estado y los responsables tienen nombre y apellido. Y como con los delitos de lesa humanidad que cometieron los militares, no nos cansaremos de reclamar justicia y castigo para los culpables. La lucha contra la impunidad y el olvido es inseparable de nuestras tradiciones. Desde México hasta Argentina. No olvidamos, no perdonamos.

“No fue el narco, fue el Estado”, se repite con vehemencia y con razón. Si antes fue “el comunismo internacional” y “los subversivos”, ahora la guerra contra el crimen organizado y el narcotráfico sirven para consolidar un esquema de criminalización de nuestras sociedades. Sin embargo, los verdaderos delincuentes y asesinos no se encuentran en una escuela normal o en la Federación de Campesinos en Guerrero. Ellos están bien incrustados en los engranajes del poder y la institucionalidad. Operan a través de políticos corruptos y emisarios en las casas de gobierno. Entre policías comprados y militares que son parte del “negocio”. Con informantes oportunos y legisladores funcionales. Los nexos del alcalde y la esposa de Iguala con algunos cárteles mexicanos sólo confirman el modelo.

Estas organizaciones están cada día más especializadas y su modelo de negocio más segmentado. Las economías del narco, la trata, el sicariato, el tráfico de personas y órganos, el secuestro selectivo y el lavado de dinero están articuladas en circuitos y corredores que cruzan todo el continente. Por México pasa la cocaína que se cristalizó en Bolivia o Colombia y que antes fue convertida en pasta base en Perú. Allí operan los tratantes y traficantes de personas que reclutan y secuestran con ayuda de las pandillas de Centroamérica. También circulan las armas que se compran y venden en contubernio con policías y los “comandos” de Brasil, en un negocio bien montado desde Estados Unidos. México nos duele y nos debería doler más porque su tormento está mucho más cerca de lo que imaginamos. Claro que nos incumbe. Las decenas de miles de desaparecidos y los cientos de miles de muertos en esta década también son parte de nuestra realidad.

El 19 de septiembre de 2003, para justificar la masacre y la toma de la Normal de Warisata, un delirante ex Presidente boliviano emitió una orden en la que instruía a los militares el uso de la fuerza necesaria “habiéndose constatado la grave agresión de un foco guerrillero”. Misma lógica, casi mismos métodos. No estamos tan lejos y el pasado no quedó tan atrás. Ayotzinapa nos recuerda nuestra historia y no podemos desentendernos jamás de ella. Regrésenlos.


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