Boris Miranda
La Escuela Normal Rural de Ayotzinapa fue
fundada en 1926 con el objetivo de llevar la educación a las poblaciones casi
olvidadas de México, con una perspectiva emancipadora, productiva e indígena.
Cinco años después, la Normal de Warisata, “la escuela ayllu”, se creó en el
altiplano boliviano con orientación emancipadora, productiva e
indígena.
Ambas experiencias se encontraron por
primera vez en 1940, en el Primer Congreso Indigenista Interamericano.
Warisata, que ya se había ganado algo de reconocimiento de la comunidad
internacional, fue elegida como la primera sede de aquel encuentro, sin embargo
conflictos a último momento provocaron que el evento se realizara en Michoacán,
México. El organizador de la cumbre fue el fundador de la Normal de Ayotzinapa,
Moisés Sáenz. Allí se presentó y ovacionó una ponencia que resumía los
principios ideológicos y educativos de la “escuela ayllu” del altiplano.
Aquella vez, Lázaro Cárdenas agradeció “muy
especialmente” a Bolivia por permitir la realización del Congreso en su país.
La triste verdad, sin embargo, es que en La Paz ya había comenzado el boicot a la
educación indígena.
De la Normal de Ayotzinapa salieron
guerrilleros, maestros comunistas, dirigentes campesinos marxistas y no pocos
luchadores sociales durante el siglo XX. En la “escuela ayllu” de Warisata se
organizó una de las columnas de resistencia de importancia fundamental para la
debacle del neoliberalismo boliviano en el nuevo siglo. Ambas saben de masacres
y desapariciones. Ambas saben de ataques desde sus propios estados y gobiernos.
Ambas fueron y son cuna de guerreros.
Casi 75 años después de Michoacán, un nuevo
puente de lucha y resistencia surge entre estas golpeadas experiencias de
educación para la liberación. La desaparición de los 43 normalistas de
Ayotzinapa por parte del Estado mexicano conmueve y convoca a sus pares de
Warisata y, como en aquel encuentro de 1940, los unifica y encuentra como parte
de un mismo proyecto que no deja de insistir con ese viejo sueño de
emancipación y descolonización.
“Con vida los llevaron, con vida los
queremos”, se grita en La Paz, al igual que en Buenos Aires o en el Distrito
Federal. A no confundirse. Suena como una de nuestras históricas consignas
reclamando justicia para los desaparecidos durante las dictaduras militares,
pero no. El reclamo esta vez es por los 43 de Guerrero. La herida de Ayotzinapa
lastima a toda Latinoamérica. Nos muestra de la manera más violenta que el
pasado no está tan lejos como creíamos. Que la noche sigue ahí, a la espera de
una nueva oportunidad.
Ahora, como antes, no podemos perder
de vista que fue el Estado. Fue un crimen de Estado y los responsables tienen
nombre y apellido. Y como con los delitos de lesa humanidad que cometieron los
militares, no nos cansaremos de reclamar justicia y castigo para los culpables.
La lucha contra la impunidad y el olvido es inseparable de nuestras
tradiciones. Desde México hasta Argentina. No olvidamos, no perdonamos.
“No fue el narco, fue el Estado”, se repite
con vehemencia y con razón. Si antes fue “el comunismo internacional” y “los
subversivos”, ahora la guerra contra el crimen organizado y el narcotráfico
sirven para consolidar un esquema de criminalización de nuestras sociedades.
Sin embargo, los verdaderos delincuentes y asesinos no se encuentran en una
escuela normal o en la Federación de Campesinos en Guerrero. Ellos están bien
incrustados en los engranajes del poder y la institucionalidad. Operan a través
de políticos corruptos y emisarios en las casas de gobierno. Entre policías
comprados y militares que son parte del “negocio”. Con informantes oportunos y
legisladores funcionales. Los nexos del alcalde y la esposa de Iguala con
algunos cárteles mexicanos sólo confirman el modelo.
Estas organizaciones están cada día más
especializadas y su modelo de negocio más segmentado. Las economías del narco,
la trata, el sicariato, el tráfico de personas y órganos, el secuestro
selectivo y el lavado de dinero están articuladas en circuitos y corredores que
cruzan todo el continente. Por México pasa la cocaína que se cristalizó en
Bolivia o Colombia y que antes fue convertida en pasta base en Perú. Allí
operan los tratantes y traficantes de personas que reclutan y secuestran con
ayuda de las pandillas de Centroamérica. También circulan las armas que se
compran y venden en contubernio con policías y los “comandos” de Brasil, en un
negocio bien montado desde Estados Unidos. México nos duele y nos debería doler
más porque su tormento está mucho más cerca de lo que imaginamos. Claro que nos
incumbe. Las decenas de miles de desaparecidos y los cientos de miles de
muertos en esta década también son parte de nuestra realidad.
El 19 de septiembre de 2003, para
justificar la masacre y la toma de la Normal de Warisata, un delirante ex
Presidente boliviano emitió una orden en la que instruía a los militares el uso
de la fuerza necesaria “habiéndose constatado la grave agresión de un foco
guerrillero”. Misma lógica, casi mismos métodos. No estamos tan lejos y el
pasado no quedó tan atrás. Ayotzinapa nos recuerda nuestra historia y no
podemos desentendernos jamás de ella. Regrésenlos.
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